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OPINIÓN | Argentina en 2021: un gran despelote

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CNNEE

Nota del editor: Marcelo Longobardi es un periodista argentino de amplia trayectoria y presentador del programa de entrevistas dominical de CNN en Español “En Diálogo con Longobardi” desde 2017. Se trata de un espacio de conversaciones en profundidad con los protagonistas más destacados de la región y el mundo. Hasta noviembre de 2021 fue el conductor del show de radio más escuchado de Argentina por más de 20 años. Longobardi ha sido galardonado con una gran cantidad de premios, entre los que destacan el Martín Fierro de Oro en Radio, Mejor programa periodístico de la mañana – AM y Mejor labor periodística masculina en radio, en el año 2016. Además, ha sido nominado a dos premios Emmy.

(CNN Español) — La frase pertenece a Paul Volcker y la pronunció ante el diario The New York Times en 2018, un año antes de su muerte, y, aunque dicha en otro contexto, nos sirve para calibrar la situación general de Argentina a finales de este año 2021: “Estamos en medio de un gran despelote en todas las direcciones…”.

El país cierra el año al borde de un descalabro económico, con múltiples conflictos en la política nacional y un inquietante rumbo en el plano internacional.

Argentina cumple este año una década de estancamiento económico, y finaliza el año con una tasa de inflación del orden del 50%. La derivación más importante de esta ecuación es el aumento del porcentaje de la población que vive bajo la línea de pobreza, que alcanza el 40%, aún con un gasto social récord. El empleo privado formal incluye apenas a 6 millones de argentinos, mientras que más de 20 millones obtienen sus ingresos del sector público, bajo diversos formatos, bajo diversos formatos. Por lo tanto, la presión impositiva es también récord. El Banco Central carece de reservas para sostener el valor del peso, operan múltiples tipos de cambio oficiales y paralelos, y la brecha entre ellos se acerca al 100%.

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En consecuencia, y como ha ocurrido en periodos de alta inflación y atraso del tipo de cambio oficial entre el peso y el dólar, la incertidumbre cambiaria es altísima. El Gobierno procura sostener esta situación con controles de todo tipo en el mercado de cambios, cerrando importaciones e incluso algunas exportaciones, y aplicando controles de precios. Obviamente el resultado no ha sido bueno.

La deuda pública tampoco presenta perspectivas alentadoras, que se reflejan en una tasa de riesgo país que oscila alrededor de los 1.700 puntos. Al no existir acceso a los mercados voluntarios de crédito, el Banco Central empapela diariamente el país con emisión de pesos, que luego neutraliza emitiendo letras a tasas de interés extravagantes y que están -en su mayoría- en poder de los bancos, asunto sobre el cual las autoridades financieras públicas y privadas prefieren no hablar mucho.

El Gobierno del presidente Alberto Fernández no se ha mostrado mayormente preocupado por este cuadro de cosas. Fernández y su vicepresidenta Cristina Kirchner suponen, y así lo han planteado en un acto público reciente, que el principal problema que enfrenta la economía argentina es la deuda con el Fondo Monetario Internacional (FMI), contraída durante la presidencia de Mauricio Macri. Y postulan que la deuda es la causa y no la consecuencia de los problemas argentinos.

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Es cierto que alcanzar un acuerdo con el Fondo Monetario para refinanciar la deuda y evitar un nuevo default contribuiría a no agravar la situación. Pero acá es donde interviene la política. Un acuerdo con el FMI no depende de un consenso entre el oficialismo y la oposición, sino de algo muchísimo más complejo. Exige un acuerdo dentro de la muy fragmentada coalición oficialista. Es decir, entre Alberto Fernández y Cristina Kirchner.

Esto nos obliga a mirar con atención el estado de la política interna luego de las elecciones intermedias celebradas en noviembre, cuyo resultado fue de algún modo histórico: el Partido Justicialista sufrió la peor derrota electoral desde su nacimiento, perdiendo por primera vez el quorum propio en ambas Cámaras del Congreso.

Hay, naturalmente, tensiones entre la coalición oficialista Frente de Todos, que incluye al peronismo y a los seguidores de Kirchner, y la principal fuerza de oposición, Juntos por el Cambio, formada por el PRO, de Mauricio Macri, y la antigua Unión Cívica Radical. Pero estas tensiones se manifiestan principalmente en una agotadora pirotecnia verbal.

La política argentina ha quedado este año organizada de otro modo. El conflicto principal no ocurre entre las coaliciones principales –oficialismo y oposición– sino dentro de ellas. Y el resultado de las elecciones de noviembre, en lugar de atenuar esta anormalidad, la agravaron.

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Alberto Fernández no preside una coalición simplemente heterogénea –como suelen ser las coaliciones– sino más bien un conjunto de facciones en constante conflicto, con enfoques e intereses directamente contrapuestos, y es generalmente la vicepresidenta Kirchner quien se encarga de exhibir diferencias sustanciales contra el Gobierno que ella creó. El presidente Fernández, en su intento de aplacar la belicosidad del kirchnerismo, terminó desdibujado y con dificultades en la gestión del Gobierno.

En este contexto, ni los más agudos analistas logran descifrar cuál será el rumbo del Gobierno hasta el fin de su mandato, en diciembre de 2023.

Muchos suponen que Argentina no tiene margen económico para extravíos populistas o experimentos autocráticos, y que como Cristina Kirchner también perdió las elecciones en noviembre, indefectiblemente ha comenzado su ocaso político. Aquí vale la pena recordar que su partido compitió en ocho elecciones nacionales, que ganó en tres –las presidenciales de 2007, 2011 y 2019– y que perdió en las cinco restantes –en 2009, 2013, 2015, 2017 y, ahora, en 2021–, cuatro de ellas de mitad de período. Y aun así, sigue jugando un rol central en la vida pública argentina. En alguna medida, la política sigue organizada alrededor de ella. Se está a favor o en contra de CFK, incluso dentro de su propio Gobierno. De ella depende, por ejemplo, la estabilidad de Alberto Fernández.

Hace unas semanas, para graficar la curiosa relación de Cristina Kirchner con las derrotas electorales, el periodista Jorge Fernández Díaz recordaba en su columna del diario La Nación una idea genial de Max Weber: “Ninguna utopía se siente jamás refutada por su fracaso“.

El triunfo electoral de la coalición opositora produjo, también hacia adentro, una situación similar a la del Gobierno. En lugar de consagrar un liderazgo o articular un proyecto, se detonó un conflicto. El sector liderado por el expresidente Macri, identificado como los halcones de la oposición, y el que lidera el actual jefe de Gobierno de la Ciudad de Buenos Aires, Horacio Rodríguez Larreta, más dialoguista y moderado, están visiblemente enfrentados. Macri imagina que el triunfo electoral de noviembre fue prácticamente una reivindicación de su Gobierno, y Rodriguez Larreta ya actua como líder sucesor de Macri. Ambos pretenden la presidencia en 2023. Al mismo tiempo, la Unión Cívica Radical, integrante de la coalición Juntos con el PRO, de Macri y Larreta, disputan la conducción del grupo y pretenden colocar, obviamente, a un presidente radical. Pero están seriamente enfrentados entre ellos, al punto que el subbloque radical en el Congreso, resultado de las últimas elecciones, se acaba de fracturar.

En resumen, con un descalabro económico como trasfondo, las elecciones de mitad de mandato multiplicaron los conflictos de la política, agravando la lucha de facciones tanto en el oficialismo como en la oposición. Y como consecuencia, se alejan las posibilidades de alcanzar consensos básicos para enfrentar una tragedia económica ya estructural. Así deberá llegar Argentina a 2022.

Si ampliamos la mirada y observamos la región, no solo en este país gobierna la incertidumbre. Chile está experimentando un fuerte cambio en su sistema político, Perú está a la deriva, Colombia y Brasil enfrentan elecciones cruciales en 2022. Por ahora, un único país asoma estable en la región: Uruguay.

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