Por qué el coronavirus es un campo minado de cuestiones éticas
Nota del editor: Frida Ghitis, exproductora y corresponsal de CNN, es columnista sobre temas internacionales. Colabora con frecuencia para la sección de opinión de CNN, para The Washington Post y es columnista para World Politics Review. Puede seguirla en Twitter en @fridaghitis. Las opiniones expresadas en este artículo son propias de la autora.
(CNN) — El término “crucero” evoca imágenes de lujo y bienestar, lejos de esas vacaciones soñadas están los miles de pasajeros ahora atrapados en varios cruceros por el repentino surgimiento del coronavirus.
Nos hemos enterado de los pasajeros, pero el pedido de ayuda más reciente proviene de los tripulantes del Diamond Princess atracado en Yokohama, Japón, donde están atrapados pasajeros y tripulantes –sin un ápice de lujo ni confort— en lo que probablemente sea la embarcación en cuarentena más grande en la historia. Unas 3.700 personas a bordo siguen alojadas a la fuerza; al menos 135 análisis de pasajeros dieron positivo para el virus.
Los tripulantes, forzados a seguir trabajando, suplican: “tenemos demasiado miedo”, dice Binay Kumar Sakar en un video obtenido por CNN. Eso fue antes de que el barco se tornara en una conjunción de prisión, hospital y centro vacacional de lujo en la dimensión desconocida. Los empleados dicen que el requisito de trabajar, interactuando con pasajeros posiblemente infectados, los deja totalmente desprotegidos; varios trabajadores ya se contagiaron. CNN se comunicó con la empresa de cruceros Princess para solicitar sus comentarios. Su temor reverbera en particular en un sector, en su conjunto, conocido por haber explotado en el pasado a algunos de sus trabajadores.
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Entre los pasajeros, algunos dicen que están tolerando bastante bien el confinamiento, pero es difícil imaginarse cuán soportable es esta experiencia para las personas en las cabinas interiores menos lujosas. Los camarotes, como se llama al alojamiento en un barco, suelen ser pequeños. Los que no tienen vista al mar, con espacio más limitado, han de ser una pesadilla claustrofóbica.
¿Es esta la mejor forma de lidiar con un brote viral?
El virus altamente contagioso es un campo minado de dilemas éticos, políticos y morales. Que haya surgido en China, un país gobernado por un régimen autoritario, políticamente represivo, envuelve a la crisis en una atmósfera particularmente escalofriante.
Gobernantes, expertos en salud pública y empresas privadas intentan ver cómo responder a esta crisis; gran parte de la respuesta parece improvisada. El martes, la Organización Mundial de la Salud dijo que el virus presenta una “grave amenaza” al mundo y que “ya está en marcha un ensayo clínico” en China en un intento por encontrar una cura; los Centros de Control y Prevención de las Enfermedades de EE.UU. también ofrecieron expertos el martes para ayudar a estudiar el virus en China. Pero muchos a bordo de los cruceros permanecen en el limbo.
Las quejas de la tripulación del Diamond Princess apuntan a los riesgos de la actual clausura de emergencia en estos navíos. Los tripulantes no están capacitados como trabajadores de la salud. No se supone que los barcos de pasajeros sean áreas de cuarentena. No están diseñados ni equipados para este propósito. Sus empleados no se anotaron para hacer este tipo de trabajo. A los pasajeros se les debería permitir desembarcar y moverse de forma segura a un establecimiento diferente, en tierra firme, donde puedan ser examinados; donde estén disponibles los suministros necesarios; donde el personal haga el trabajo para el que está capacitado.
No sorprende que este virus haya generado una multitud de decisiones difíciles.
Desde el momento en que nos enteramos de que un nuevo virus estaba enfermando a miles de personas en China, se hizo evidente que esto iba a ser mucho más que una simple enfermedad que preocupara solo a los expertos en salud y a los residentes de las zonas más afectadas. Este virus es mucho más, para muchos más.
La decisión de China de poner a casi 60 millones de personas en clausura de emergencia en Wuhan y sus alrededores no tiene precedentes y es altamente controvertida. Cuando un médico local, Li Wenliang, trató de alertar a los demás en diciembre, las autoridades lo detuvieron y lo acusaron de difundir rumores. Murió a causa del virus la semana pasada. Después un periodista ciudadano, Chen Qiushi, que brindaba reportes críticos desde Wuhan, desapareció repentinamente. El lunes supimos del presunto arresto de otro periodista ciudadano, entre reportes de un creciente número de arrestos a raíz de las críticas al gobierno por cómo está manejando la crisis.
Pero la respuesta de China no es la única que plantea interrogantes. Cuando el contagio se torna tan serio en el mundo que la “cuarentena” se cuela en las discusiones, el costo ético de dicha prevención ensombrece cada decisión.
La cuarentena es una afrenta a nuestra libertad. Literalmente priva a los individuos de sus libertades por el bien de la comunidad en general, lo que plantea incontables preguntas difíciles.
¿Cuánto poder deberían tener las autoridades sobre la vida diaria de los individuos? ¿Cuánto deberían sacrificar los individuos por el bien de la comunidad? ¿Cuán lejos debería ir el estado para aplicar las restricciones? ¿Debería la gente ir a la cárcel por violar un confinamiento al que se ven forzados sin haber causado el mal? ¿Qué hacer cuando alguien se enferma en un barco en el que hay miles de pasajeros saludables? Si uno decide mantener a bordo a los pasajeros, ¿quién les llevará la comida? ¿Cómo se los protegerá?
El sector de los cruceros sin duda está recibiendo el golpe financiero con embarcaciones en las noticias y pasajeros que se suponía iban a disfrutar del viaje de sus vidas soportando un confinamiento prolongado.
Como resultado, algunas empresas responden con medidas que parecen provocadas más por los prejuicios que por la prevención. Royal Caribbean anunció que –razonablemente— no permitirá abordar a quienes hayan viajado a China en las últimas dos semanas. Menos razonable fue que por un período se prohibiera el abordaje a cualquier persona con pasaporte de China, Hong Kong o Macao, independientemente de que hubieran puesto un pie o no en esos lugares.
El virus y la intensa atención que está recibiendo en los medios han provocado un brote de miedo y prejuicios y, lo que es bastante predecible, una avalancha de intolerancia acérrima en muchos países y un torrente de teorías conspirativas, incluso de funcionarios gubernamentales que deberían saber comportarse.
La reacción instintiva es encerrar a quien sea que pudiera haberse contagiado y alejar a quien percibamos, por más injusto que sea, como un riesgo.
El problema del prejuicio es tan grave que, llevando dos meses de crisis, las autoridades de salud pública no habían podido darle un nombre al virus. La Comisión Internacional de Taxonomía de los Virus está batallando con el desafío. Para prevenir el estigma, la comisión nominadora quiere evitar un nombre que incluya una ubicación geográfica, una cultura, una industria, un nombre, un animal o una comida. Sin un nombre oficialmente reconocido, muchos lo llaman el virus de Wuhan, mientras las autoridades temporalmente usaron nuevo coronavirus o CoV. Finalmente, el martes, con más de 42.000 casos diagnosticados, la OMS lo llamó 2019-nCOV.
Es un virus que está teniendo un gran impacto más allá de la salud pública. No solo reverberará en todo el escenario económico y político mundial, sino que ya es fuente de cuestiones éticas y morales.
Encerrar pasajeros y tripulación en un buque no es una solución responsable. A los empleados que no se anotaron para trabajar en la cuarentena deberían permitirles desembarcar, y llevarlos con el resto de los que están a bordo a un establecimiento más adecuado.
Traducción de Mariana Campos