Después de tres décadas, finalmente decidí hacerme ciudadano estadounidense. Esta es la razón
Nota del editor: John MacIntosh nació y se crió en Canadá antes de mudarse a Estados Unidos por primera vez en 1985 para ir a la universidad. Vive en EE.UU. desde hace 35 años y se naturalizó como ciudadano el 30 de enero de 2020. Las opiniones expresadas en esta columna son propias del autor.
(CNN) — Me crié en Canadá, pero he vivido en gran parte en Estados Unidos los últimos 35 años. Hasta hace poco, nunca quise hacerme ciudadano estadounidense. No me sentía particularmente estadounidense y mi estatus inmigratorio reflejaba mi forma de pensar: “extranjero residente”, “residente permanente a largo plazo”, “residente legal”.
No era solo que alentaba a Canadá en los partidos de hockey. También había diferencias más fundamentales. Hallaba que el supuesto excepcionalismo estadounidense de “la ciudad sobre la colina”, “luz de esperanza”, eran una exageración cercana al absurdo. Si bien apreciaba mucho lo que ofrece Estados Unidos -su dinamismo, sus extensas y variadas tierras, Nueva York- no podría haber pronunciado la promesa de lealtad sin cierta reserva mental.
Haberlo hecho, me habría convertido en un estadounidense por conveniencia, no por convicción.
La elección del presidente Donald Trump y su captura del otrora gran Partido Republicano lo cambió todo. No porque apoye sus políticas, sino porque la idea y los ideales de Estados Unidos ahora parecen mucho más frágiles e importantes. Las cosas que yo antes daba por sentado se ven fuertemente amenazadas: el Estado de derecho, la tolerancia, la fidelidad a la Constitución, el compromiso con la verdad, la creencia en la ciencia y la educación. Estos ideales hacían que Estados Unidos fuera realmente excepcional, aun cuando nunca se hubieran logrado por completo.
Mi ceremonia de naturalización ocurrió la misma semana en que Alan Dershowitz, miembro del equipo defensor del presidente Trump, dijo: “si un presidente hiciera algo que él cree que lo ayudará a ser elegido, en el interés público, eso no puede ser el tipo de quid pro quo que termine en un juicio político”. La misma semana que el Sen. Mitch McConnell aseguró que no se llamaría a ningún testigo a pesar de haber prestado juramento de hacer “justicia imparcial”. La misma semana en que el Sen. Rand Paul intentó hacer que el presidente de la Corte Suprema leyera -en voz alta en el Senado- el nombre del supuesto denunciante (que está protegido por ley).
Mientras se llevaba a cabo la farsa del juicio al presidente, levanté la mano derecha y prometí lealtad en un abarrotado tribunal de Brooklyn junto a otros 260 nuevos estadounidenses; una promesa que deriva en la ciudadanía estadounidense desde hace más de 200 años.
“Por la presente declaro, bajo juramento, que renuncio absoluta y completamente y que abjuro de toda lealtad y fidelidad a un príncipe, potencia, país, o estado soberano extranjero, del cual hasta el momento he sido súbdito o ciudadano; que apoyaré y defenderé la Constitución y las leyes de Estados Unidos de América contra todos los enemigos, extranjeros e internos; que profesaré fe y lealtad real a ellos; que portaré armas en nombre de Estados Unidos cuando la ley lo requiera; que realizaré servicio no combativo en las Fuerzas Armadas de Estados Unidos cuando la ley lo requiera; que realizaré trabajos de importancia nacional bajo dirección civil cuando la ley lo requiera; y que tomo esta obligación libremente, sin reserva mental alguna ni con el objeto de evadir…”
Me impresionó cuán poco de este juramento parece defender el presidente Trump. El énfasis puesto en rechazar a las potencias extranjeras y defender la Constitución y las leyes de Estados Unidos contra los enemigos tanto extranjeros como internos, es parte central de este juicio de destitución. El juramento incluye también deberes en los que Trump ha mostrado poco interés antes de ser presidente (portar armas en nombre del país, servicio y trabajo de importancia nacional).
Quizás él debería revisarlo para que su concepto de lealtad sea más coherente. ¿Qué incluiría él? ¿Lealtad personal? ¿Un compromiso con el privilegio ejecutivo? También podría acortarlo: “L’état, C’est Moi” (Traducción: “El Estado Soy Yo.”)
Lo que vale para Estados Unidos, vale para el mundo. Resguardarse en Canadá, o incluso en Nueva Zelandia, ya no es una opción como podría haber sido alguna vez. No hay dónde esconderse de un Estados Unidos trastornado. No hay una potencia extranjera benévola que interceda ante el quiebre si Estados Unidos pierde el rumbo. La esperanza no es una estrategia.
En noviembre, Estados Unidos puede volver a reafirmar su grandeza regresando a los ideales de la promesa que pronuncié la semana pasada: el Estado de derecho, la Constitución, el trabajo de importancia nacional, la independencia de las “potencias extranjeras” y el sacrificio cuando es necesario. Es un retorno a estos ideales que nos encaminará por la ardua vía de construir una unión más perfecta.
Prometí lealtad con orgullo y sin reservas, y ese mismo día me inscribí para votar. Habiendo hecho esta promesa, ahora me siento obligado a sumarme a la lucha política para cumplir. Necesitamos todos los votos, toda voz razonable —de izquierda y de derecha— para volver a encaminar a esta gran nación y al mundo. Después de 35 años de mantenerme al margen, sumo mis fuerzas.
Traducción de Mariana Campos