OPINIÓN | La peligrosa enfermedad de Estados Unidos
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Nota del editor: Jorge Dávila Miguel es licenciado en Periodismo desde 1973 y ha mantenido una carrera continua en su profesión hasta la fecha. Tiene posgrados en Ciencias de la Información Social y Medios de Comunicación Social, así como estudios posuniversitarios en Relaciones Internacionales, Economía Política e Historia Latinoamericana. Dávila Miguel es columnista de El Nuevo Herald en la cadena McClatchy, y analista político y columnista en CNN en Español. Los comentarios expresados en esta columna pertenecen exclusivamente al autor. Mira más en cnne.com/opinion
(CNN Español) — Un país, una gran nación sufre de un malestar que lo desangra. No lo mata una guerra, una epidemia o una bancarrota. Una simple pero terrible disputa está acabando con él, aunque siga brillando en Hollywood, en la bolsa y en el liderazgo internacional.
Es una sola bronca, aunque con nueve cabezas —como la Hidra de Lerna— la que divide radicalmente a este país. Podría enumerar cada cabeza con su nombre y su particular ferocidad, pero no hay tiempo ahora, ni serenidad para ese asunto. Podría agriar todavía más la confusión entre las dos partes enfrentadas, que luchan, o creen que luchan (que es lo mismo en este mundo donde la opinión sobre algo importa casi más que el algo mismo) exactamente igual por la igualdad, la libertad y la búsqueda de la felicidad, los tres adornos más ponderados en el árbol constitucional estadounidense.
Luchan con tanto ahínco, fiereza y fidelidad a sus principios que cada día, una mitad de esa nación está más dispuesta a terminar con la otra. Sí, admitámoslo: eliminarla, desaparecerla de la faz de esta misma tierra donde todos nacieron y en la que todos tienen el mismo derecho de existir, al menos legalmente, y que ha sido adalid del progreso, la libertad y la tolerancia, duramente conseguidos en los 246 años de su historia. En estos momentos no existe la diferencia de opiniones en un debate civilizado; prima el lenguaje más barato, el temperamento sanguíneo en contra de todo lo que dice el otro. Pululan en la prensa las noticias sesgadas, las “opinionadas”, las que no lo cuentan todo o las que lo cuentan desde una sola perspectiva. Me pregunto si será que, a falta de verdaderos, grandes problemas en Estados Unidos, una potente maquinita de mortificar empieza a andar por sí sola en algún sitio misterioso, emporcándonos la vida —tan cortita ella— e incitándonos a un combate sin clemencia contra el otro.
Mírese a usted mismo ahora. Deténgase un momento y note que probablemente no esté de acuerdo con lo que este articulista expresa. Le molestó seguramente mucho lo de la maquinita de mortificar… “¿Por qué este tipo (yo) tira la cosa a broma? ¿No se da cuenta de que estamos al perder la democracia?”. Y se autopica con esta reflexión interna: “¡Que nos iguale a nosotros con esos ‘derechistas fascistas’! “¡Que nos iguale a nosotros con esos ‘izquierdistas comunistas’!”. “¡Debemos ponernos duros porque si no, nos van a destruir este país!”, dicen los dos bandos al mismo tiempo. Y es cierto, pero lo van a destruir entre los dos.
Y así será, qué pena. Me parece, —y discúlpeme usted lector demócrata o republicano, de Trump o de Biden, no quiero ofenderlo—, que me recuerdan a los bajitacones y los altitacones de Jonathan Swift en “Los viajes de Gulliver”. Siempre interesados en una polémica a muerte por cosas sin importancia (esa es una de las nueve cabezas de la Hidra de Lerna y se llama Nimiedad) mientras la casa donde viven ambos se estremece, dividida por su ira.
Una casa dividida
Muchos, antes de Abraham Lincoln, mencionaron el tremendo peligro de una “casa dividida”. Desde el Nuevo Testamento en Lucas y Mateo y recalando en varios autores y políticos, recae finalmente en el discurso de Lincoln de 1858 con el mismo nombre, y su mensaje, por la cruda situación política y social que atravesaba EE.UU., se acuña como una señal fundamental para el curso del camino: “Una casa dividida contra sí misma no puede sostenerse. No creo que este Gobierno pueda sobrellevar, de forma permanente, la mitad esclavo y la mitad libre. No espero que la Unión se disuelva. No espero que la casa se desplome, pero sí espero que deje de estar dividida”, dijo.
Hoy en Estados Unidos, ¿qué institución se respeta? ¿Cuál se considera libre de la perspectiva política partidista, generalmente afiebrada de la intransigencia? La presidencia, el Congreso, los CDC, la FDA. ¿La Corte Suprema? ¿Ese tercer poder constitucional que significó alguna vez el alfa y el omega, garante de la justicia? Ahora no es suprema, sino “republicana”. La Constitución misma es objeto de polémica, entre los que quieren reformarla, a través de su interpretación, y los que quieren mantenerla incólume.
¿Dónde estarán escondidos —y seguramente aterrorizados, pues son como personitas que habitan al ser humano cuando no está rabioso— los valores comunes, sencillos, evidentes y positivos para el mantenimiento de la paz social?
Las palabras de Lincoln no pudieron detener el enfrentamiento más sangriento de la historia EE.UU. La Guerra de Secesión costó entre 620.000 y 850.000 vidas. Insistentemente se dice que nunca había habido una situación tan polarizada en esta nación como la que ahora presenciamos, semejante a la de 1858-1861. Hay razones para dudar que ocurra otra guerra civil en este país. Los rivales no están separados por la geografía norte–sur, son hasta vecinos; existe un ejército que respeta la Constitución. ¿En cuál interpretación? Porque si algo nos enseña la experiencia es que, también, el camino a lo peor puede ser infinito.
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