En Mesoamérica, Estados bajo amenaza
Nota del editor: Vaclav Masek Sánchez recibió su maestría en el Centro para Estudios Latinoamericanos y el Caribe (CLACS) de la Universidad de Nueva York (NYU), donde actualmente es instructor adjunto. Su investigación académica se centra en las historias políticas en Centroamérica. Síguelo en Twitter en @_vaclavmasek.
(CNN Español) — Latinoamérica reafirma su posición como caso de estudio donde se demuestra que el concepto Westfaliano de Estado-Nación enfrentará amenazas existenciales a lo largo del siglo veintiuno.
Las definiciones convencionales de conceptos básicos como frontera, identidad nacional y soberanía se encuentran en flujo gracias a actores que sirven de contrapeso al Estado en Haití, Ecuador, Chile, Argentina, Perú, Colombia, Puerto Rico y Brasil.
Existen varios ejemplos, tanto positivos como negativos. Corporaciones multinacionales con incursiones en la industria extractiva, organizaciones no gubernamentales velando por los derechos reproductivos, y principalmente, movimientos sociales combatiendo las políticas neoliberales, son ejemplos contemporáneos de actores no estatales cuya presencia contestataria en el hemisferio es indudable e inevitable.
En Mesoamérica, la región que históricamente ha comprendido a México y los países de Centroamérica, la emergencia al ojo público de los actores no estatales no pudiera contar con condiciones coyunturales más oportunas para precipitar la degradación estatal: democracias débiles y gobiernos sin legitimidad, instituciones judiciales incapaces de superar los índices de impunidad, tensiones sociales a raíz de políticas públicas contraproducentes, pueblos indígenas con afanes emancipatorios y autodeterminativos.
El hecho de que algunos de estos países estén recién salidos de un conflicto armado, con fisuras en su tejido social que continúan sin remediarse, ha creado condiciones idóneas para que los actores no estatales adquieran vigor en el ámbito político.
Pero dentro de estos actores no estatales también es necesario incluir al crimen organizado, emblemáticamente representado por el narcotráfico, un grupo que busca derogar los límites espaciales y de poder que continúan monopolizados por el Estado-Nación.
En México, los cárteles avasallan ciudades y regiones enteras desde hace más de una década. En Honduras, estos compran estratégicamente a altos mandos del Estado y afianzan su control a base de intercambios comerciales transnacionales. En Guatemala, ofrecen su pericia técnica y logística a aspirantes políticos; ocupan zonas fuera del alcance del Estado e inician la producción de ilícitos contando con tierra fértil, tanto geográfica como simbólicamente.
El hecho es que ya pasaron décadas de intentar frenar una problemática social basándose en el mismo acercamiento, fundamentalmente bélico, que ha resultado desastroso. Y es que la cruzada antidroga en la región, el hilo histórico que une a la Mesoamérica del siglo veintiuno, tiende a expeditar el derramamiento de sangre.
Si el enfoque de continuar militarizando las fuerzas de seguridad se mantiene vigente, una estrategia ciertamente santificada por Estados Unidos en el pasado (véase Colombia), las implicaciones pueden seguir cobrando vidas inocentes. La data ilustra una guerra fallida en México: se estiman 150 mil asesinatos relacionados al crimen organizado desde el 2006 y miles de desapariciones reportadas.
Habrá que replantearles a los gobiernos de la región si ha llegado la hora de modificar las leyes que penalizan el consumo y el suministro de drogas.
El gobierno mexicano está moralmente derrotado luego de una semana que vio tres tiroteos masivos en distintas partes de la república. Pero tal vez el más surrealista se libró en Culiacán, donde distintas facciones del cartel de Sinaloa unieron fuerzas para liberar al hijo del antiguo patrón.
El presidente Andrés Manuel López Obrador justificó la liberación del Chapito como una decisión utilitaria: “Estaban en riesgo muchas personas”. Y cuando un reportero de Reforma le preguntó si su contraparte en la Casa Blanca había solicitado la extradición de Ovidio Guzmán López, uno de los hijos del capo recién sentenciado por una Corte en Nueva York, el mandatario aceptó, aunque de mala gana, que sí era cierto, sin antes reprender la línea editorial de aquella publicación mexicana. Sus detractores insisten que dio su mano a torcer y brindó una victoria al narcotráfico.
Aunque no es la primera vez que algo así sucede, no se recuerda una capital estatal mexicana asediada por un cartel de la forma en la que se vio en Culiacán desde hace años. Pero el prolongado tiroteo entre presuntos miembros del cartel de Sinaloa y miembros de la Guardia Nacional pudo haber tenido un resultado mucho peor.
Dentro de esta preocupante dinámica, tal vez la amenaza regional más grande en Mesoamérica es la inserción del narcotráfico a la administración pública, algo que desde Washington se recibe con indiferencia y cinismo. El mismo día que Antonio Hernández fue declarado culpable de narcomenudeo en una Corte Federal de Nueva York, el Departamento de Estado reconoció que Honduras es un “socio efectivo y de confianza en el combate al narcotráfico.” Una desfachatez más a las relaciones entre EE.UU. y Centroamérica.
En Washington, la hipocresía funciona como política exterior. Acceden a tener un narcoestado en su esfera de influencia, al mismo tiempo que proveen las armas de alto calibre a los cárteles que aterrorizan a la población. Se enfrascan en una guerra antidrogas intergeneracional, mientras que su consumo de ilícitos no para de crecer. Sentencian por actos criminales íntimamente relacionados al narcotráfico transnacional, mientras coordinan operaciones antinarcóticas con gobiernos acusados de asociación ilícita —léase, el cartel de Sinaloa—en Honduras.
Si no podemos ponernos de acuerdo en qué es lo que está pasando, entonces, ¿cómo sabremos qué hacer al respecto? En esta gran jaula mesoamericana con capataz extranjero, tres cosas son ciertas: la legitimidad del Estado se ve seriamente amenazada; nuevos actores operando al borde de la legalidad cogen impulso, dentro y fuera de las instituciones estatales; y la sociedad, espiritualmente en convulsión, sobrevive gracias a su capacidad organizativa a pesar de las externalidades que imposibilitan su prosperidad.