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No Olvidado: estos estadounidenses encuentran y sepultan a los inmigrantes que mueren en el desierto

Un documental de tres partes sobre la muerte y la dignidad en la frontera entre Estados Unidos y México.

Documental de Craig Waxman, Alexandra King y Alfredo Alcántara

PARTE I

Desaparecido en el desierto

(CNN) — Exhaustos tras cinco horas de caminata, y a 40 grados a la sombra, los hombres pensaron en el agua, en sus pies doloridos y en cuántos cuerpos encontrarían ese día.

Desplegados en línea en un área remota del desierto de Sonora en Arizona, los 15 hombres con chalecos fluorescentes que dicen “Águilas del Desierto” se ven como puntos en el paisaje que se parece a la superficie de Marte.

Caminaron toda la mañana caminaron sobre rocas volcánicas negras e irregulares, calientes como la lava y listas para partir un tobillo en dos, en el corazón de un valle en el que miles de gigantescos cactus saguaro agitan sus brazos rechonchos.

Pedro Fajardo, de 56 años, trabaja en una fábrica de 56 años, y ha olido la muerte durante la última hora. Mientras los hombres golpeaban con palos por debajo de los arbustos y caminaban sudorosos a través de zanjas salpicadas con la basura que los migrantes dejan tras su paso (botellas de agua pintadas de negro, ropa desechada y rosarios), su brújula era una brisa pútrida y esporádica.

Al detenerse en el fondo de una pequeña cresta, Fajardo pudo volver a sentir el oler, esta vez más fuerte. Les dijo a los hombres que avanzaran.

Fue entonces cuando sonó un silbato y 12 radios crepitaron en un coro familiar.

“Encontramos un cadáver, encontramos un cadáver”.

Al menos una vez al mes, las Águilas del Desierto –30 voluntarios, en su mayoría estadounidenses de ascendencia mejicana– viajan al desierto de Sonora para buscar a los migrantes reportados como desaparecidos o perdidos. Las familias desesperadas del otro lado de la frontera informan sobre los nombres y las que, suponen, son las ubicaciones de quienes intentaban cruzar la frontera y ahora desaparecieron. La comunicación es generalmente a través de Facebook, aunque el grupo también recibe hasta 20 llamadas telefónicas por día.

Las Águilas trabajan 40 horas a la semana, muchos como paisajistas, cocineros y trabajadores de fábricas. El dinero para sus expediciones, incluida la gasolina para el viaje de ida y vuelta de 14 horas, proviene de donaciones en línea y colectas semanales en los mercados locales de California, donde vive la mayor parte del grupo.

El cuerpo que acababan de encontrar estaba fresco. Supusieron que el hombre había estado allí unos cuatro o cinco días. Estaba tumbado a la sombra de un pequeño árbol, las moscas se agolpaban sobre su pecho hinchado. Pus y sangre salían de sus ojos y su boca.

El hombre era el segundo migrante muerto que habían encontrado esa mañana; antes hallaron un cráneo. Una vez encontraron 11 conjuntos de restos en una tarde. En otra ocasión, dos días antes de Navidad, encontraron nueve cuerpos, acurrucados en una fila, víctimas de la deshidratación.

Aun así, era raro encontrar un cuerpo completamente carnoso en el calor abrasador del desierto, que puede convertir a un humano en esqueleto en cuestión de semanas. Aún más inusual, el hombre habría de ser rápidamente identificado.

Las Águilas sabrían su nombre tras el sombrío ritual que tan bien conocen: delimitar el área, enviar por radio las coordenadas a la Patrulla Fronteriza y decir una oración por el alma del muerto. José Inés Ortiz Aguillón. Era de El Salvador y tenía 51 años.

Aguillón fue encontrado el 22 de abril de 2019, el migrante muerto número 47 en ser recuperado de las tierras fronterizas de Arizona desde principios de año.

Para agosto, a medida que las temperaturas aumentaron por encima de 40 grados, ese número se duplicaría.

“Es como un cementerio gigantesco a través del desierto. Solo unos pocos lo logran. Una vez que entran al desierto, no hay regreso”, dice Fajardo.

“Si buscáramos todos los días allá, podríamos encontrar personas (muertas) todos los días. Desafortunadamente, no podemos hacer eso porque tenemos que trabajar”, añade.

El grupo Águilas fue fundado en 2009 por Eli Ortiz después de que su hermano y un primo murieran mientras intentaban cruzar el desierto de Sonora. Su historia, dice, es como la de muchos.

“Estaban cruzando la frontera y su contrabandista los dejó atrás. Pedí ayuda a Inmigración, y se negaron a ayudar. Le pedí ayuda al consulado y se negaron. Le pedí ayuda a la policía y ellos también se negaron”, dice Ortiz. “Encontramos a mi familia cuatro meses y medio después de que se quedaron atrás. Todo lo que quedaba eran sus esqueletos”.

Fue entonces cuando Ortiz supo que tenía que ayudar. Para él, la misión es simple.

“Si no fuera por nosotros, ¿quién los encontraría?”, dice.

El grupo se formó en respuesta a una gran ola de muertes de migrantes en la frontera, algo que ha estado oculto a plena vista durante más de dos décadas, incluso cuando las tasas generales de migración ilegal han disminuido.

Los números de Arizona hablan por sí mismos. Entre 1990 y 1999, en el sur de Arizona se registraron en promedio 12 muertos de migrantes en cada año fiscal. De 2000 a 2017, ese número aumentó a 157 muertes por año, según la Oficina Forense del Condado Pima.

Este aumento puede atribuirse directamente, argumentan los grupos de derechos humanos, a la adopción en 1994 por la Patrulla Fronteriza de “Prevención a través de la disuasión” como principal estrategia operativa. La nueva iniciativa se formó en medio de una intensa protesta por los números históricos de inmigración ilegal desde México en los años 80 y 90. Llamada “Operación Gatekeeper” trajo una táctica radicalmente nueva para disuadir a quienes cruzan ilegalmente la frontera, utilizando el paisaje implacable como una barrera natural.

La estrategia decía que como “las montañas, los desiertos, los lagos, los ríos y los valles forman barreras naturales”, las rutas conocidas de migrantes en los puntos de entrada urbanos deberían cerrarse y militarizarse.

Esto dejó a los migrantes sin otra opción que cruzar el desierto escabroso y remoto. Las autoridades asumieron que temerían hacer un viaje tan peligroso y que, si alguien lo intentara, sus muertes actuarían como un disuasivo hacia el futuro.

En un aspecto, esta hipótesis resultó correcta. La inmigración ilegal disminuyó después de la implementación de la Operación Gatekeeper. En 2000, más de 1,6 millones de indocumentados fueron detenidos por la Patrulla Fronteriza. Para 2010, ese número había disminuido en más del 80 por ciento, a poco más de 300.000.

Sin embargo, lo que pronto quedó claro es que los desafíos de cruzar paisajes inhóspitos como el desierto de Sonora no impedirían que los migrantes intentaran hacer el viaje.

Desde octubre de 1997 hasta septiembre de 2018, la Patrulla Fronteriza de EE.UU. registró 7.505 muertes de migrantes en sus nueve sectores a lo largo de toda la frontera suroeste. Y esta cifra asombrosa, más que el número total de militares estadounidenses asesinados en operaciones en Irak y Afganistán combinados desde 2001, es probablemente un recuento significativo.

Una investigación de CNN en 2018 descubrió que la Patrulla Fronteriza no había contado cientos de muertes de migrantes en suelo estadounidense. Los datos de la Patrulla Fronteriza incluyen solo los casos que se les informan, y se estima que los agentes solo encuentran alrededor del 50% de los restos que se recuperan, lo que lleva a un número por debajo de la cifra real.

Los números de la Patrulla Fronteriza tampoco tienen en cuenta a los migrantes que simplemente desaparecen en el desierto, para nunca ser vistos nuevamente, esos cuyos cuerpos son comidos y dispersados​​por coyotes y buitres. Algunas organizaciones de derechos humanos estiman que el número de desaparecidos sería de decenas de miles.

“De lo que no se dan cuenta los migrantes que cruzan la frontera, es de lo difícil que es cruzar el desierto”, dice Gerardo Campo, un florista de 58 años que trabaja los fines de semana como jefe de operaciones de las Águilas.

Según la Patrulla Fronteriza, la mayoría de las muertes ocurren como resultado de la deshidratación. Muchos otros migrantes mueren después de quedarse atrás debido a una lesión simple y tratable.

Los migrantes caminan de noche para evadir la detección, y el terreno rocoso hace que los huesos rotos sean algo común. Incluso un mal caso de ampollas puede hacer que los migrantes sean abandonados por los traficantes a quienes les pagan los guíen, lo que lleva a una muerte casi segura, dice Campo.

“Pueden tener la idea de que van a caminar solo un par de días, como les han dicho los coyotes para que se enganchen y les paguen dinero. Pero no se dan cuenta hasta que están en el desierto que no son dos días. Serán unos cinco, seis, siete, diez días caminando”, dice. “A los traficantes, e incluso a las personas y familiares que los acompañan a lo largo del viaje, no les importa porque su vida también está en peligro. Entonces, si alguien sale lastimado, hasta ahí fue”.

Aunque todos los Águilas viven legalmente en EE.UU., la mayoría de ellos llegaron indocumentados, cruzando antes de que las políticas de línea dura militarizaran la frontera. Se ven a sí mismos como afortunados.

“Cuando encuentro restos de personas en el desierto, honestamente me veo en ese proceso de muerte”, dice Campo. “Ese soy yo”.

PARTE II

Identificando a los muertos

El Dr. Greg Hess, médico forense jefe del condado Pima en Tucson, Arizona, señala el refrigerador al aire libre. Su capacidad: 115 cuerpos humanos, el extra que tuvieron que construir en 2005 después de que la avalancha de restos de migrantes comenzó a abrumar su oficina.

“Nos quedamos sin espacio”, dice.

Pima, uno de los 22 condados adyacentes a la frontera con México, ha sido durante mucho tiempo la zona cero para los migrantes que mueren tratando de cruzar a EE.UU.

La posición central de la Oficina del Médico Forense del condado Pima, responsable de tres de las cuatro áreas fronterizas de Arizona, significa que llegan allí más restos de migrantes que en cualquier otro lugar del estado.

José Inés Ortiz Aguillón, el hombre encontrado por las Águilas, fue procesado aquí. Era solo uno de los más de 3.000 sospechosos de cruzar la frontera de EE.UU. que esta oficina documentó desde el año 2000.

“En la década de 1990, tendríamos menos de 20 al año. En 2000, eso aumentó a aproximadamente 75 ”, dice Hess.

“Nuestro año más atareado fue 2010. Ese año recuperamos 222 restos”.

Esta enorme afluencia no solo estiró la capacidad de la morgue hasta sus límites, sino que también puso a la Oficina ante un dilema: la ley federal no decía nada sobre qué deberían hacer con estos cuerpos, y no existía un registro oficial.

“No existe una ley federal que dicte qué deben hacer los estados con los cuerpos de los migrantes que mueren en la frontera. El estatuto de Arizona requiere que se notifique a la Oficina del Médico Forense cuando se encuentren restos de una persona no identificada. Pero eso es todo “, dice Hess. “Realmente no hay forma de rastrear este tipo de muertes a menos que lleves tus propios números internos”.

Es por eso que, cuando empezaron a llegar cuerpos sin identificar y ocupar cada vez más espacio, la Oficina del Médico Forense se encargó de documentar rigurosamente las identidades de los restos encontrados y compiló una base de datos de ADN.

Al hacerlo, pudieron hacer una crónica, por primera vez, de una ola histórica de muertes en la frontera.

La identificación, desde el principio, fue el principal desafío.

“Si no se encuentran a las personas rápido, pueden descomponerse mucho o que quede solo el esqueleto muy rápidamente … pierdes mucha información”, dice Hess.

“Entonces, cuando hacemos exámenes a personas, esencialmente hacemos un perfil. ¿Es un hombre o una mujer? ¿Cuál es su altura y cómo se ven? ¿Y tienen alguna marca de identificación, cicatrices o tatuajes?”

Los médicos forenses también observan si los migrantes tienen algún efecto personal que pueda proporcionar una pista sobre su identidad.

Ahí es donde entra en escena la llamada habitación de las pertenencias.

A primera vista, los casilleros de metal se parecen a los que uno encontraría en una escuela secundaria estadounidense.

Excepto que cada una contiene bolsas de plástico, veteadas de tierra del desierto, con el aroma inconfundible de la descomposición y llenas de pertenencias elegidas para proporcionar una apariencia de comodidad en un largo viaje a una nueva vida. Tarjetas de oración. Fotografías de niños. Pinzas de cabello. Gafas de lectura con una lente faltante.

Estas pertenencias contienen pistas valiosas que podrían comparar los restos con sus seres queridos, dice Robin Reineke, cofundadora y directora ejecutiva del Centro Colibri para los Derechos Humanos, una organización sin fines de lucro.

Colibri trabaja con la Oficina del Médico Forense del condado Pima, recolectando informes detallados sobre personas que desaparecieron mientras cruzaban la frontera entre EE.UU. y México y perfiles de ADN de familiares desesperados por localizar a sus seres queridos.

Actualmente tienen informes de más de 3.000 personas.

“Cuando recibimos informes sobre personas desaparecidas, no los tratamos como un documento legal. Lo tratamos como un documento científico y un documento humanitario”, dice Reineke. “Estamos registrando cada detalle que la familia puede recordar sobre la persona, sobre lo que sucedió, qué tamaño de pantalón usaban, qué tamaño de zapatos… cualquier cosa que la familia pueda recordar”.

Las pertenencias encontradas en el desierto no solo son útiles para identificar a los desaparecidos, sino que también tienen un significado tremendo para las familias devastadas.

“Trabajamos con familias en crisis, familias que sufren pérdidas inimaginables. Los artículos también nos ayudan, ayudan a la familia a sanar ”, agrega Reineke. “Cuando ven su tarjeta de oración, su billetera, sus lentes, su anillo, sus aretes, su lazo, su Biblia, y cuando los sostienen hacen todo lo posible para tratar de estar con esa persona en ese momento cuando no podrían estar con ellos cuando dejaron el mundo”.

Hasta ahora han ayudado a las familias a identificar a 45 seres queridos.

Pero el costo humano implacable es difícil para Reineke.

“Soy una persona optimista, pero en este momento soy pesimista de que podremos identificar a todos los que han muerto aquí”, dice. “Sigo esperando el momento en que el público estadounidense se dé cuenta de que hemos permitido que se desarrolle algo realmente feo”.

PARTE III

Del cementerio de indigentes a los entierros apropiados

Las tumbas de los indigentes en el cementerio Terrace Park en Holtville, California, a unos 24 kilómetros de la frontera con México, están en la parte de atrás del camposanto, detrás de los cuidados jardines con lápidas de mármol y tallos frescos de clavel marchitándose en un calor parecido al de un secador de pelo.

Es el hogar de varias enormes cascabeles y más de 500 tumbas sin nombre. Un gran cartel de “ADVERTENCIA” alerta sobre las serpientes. Las hileras de tumbas de indigentes, marcadas con ladrillos numerados, dicen “Jane Doe” y “John Doe”.

El lote de 1,2 hectáreas se abrió en 1994, el mismo año en que se introdujeron las políticas de la Operación Gatekeeper. La mitad de los hombres, mujeres y niños enterrados aquí no están identificados. De ellos, la mayoría son migrantes que murieron intentando cruzar a EE.UU.

Por lo general, este sitio está cerrado al público, encadenado. Los entierros se detuvieron aquí en 2009, después de que los funcionarios se dieron cuenta de que la cremación, a US$ 850 por cuerpo, era más rentable para los contribuyentes que los aproximadamente US$ 2.300 que cuesta enterrar a alguien. Después de la cremación, las cenizas se dispersaban en el mar.

Durante años, los únicos visitantes del cementerio fueron su superintendente y un grupo de voluntarios llamado Border Angels, algo así como Ángeles de la Frontera, que obtuvieron permiso para rezar sobre las tumbas más o menos cada seis semanas y dejar flores y cruces.

Pero ahora, una década después de que la última tumba de indigentes fue excavada aquí, los restos no identificados de quienes cruzan la frontera son traídos de nuevo a Terrace Park. Excepto que esta vez, sus cuerpos cremados no están enterrados en la parte posterior. En cambio, una nueva política asegura que los restos se coloquen en un área dotada del cementerio que esté marcada y accesible al público.

Esta nueva política es el trabajo de la administradora pública del condado Imperial, Rosie Blankenship.

Durante años, su trabajo ha sido dar la noticia a las familias migrantes que han estado llamando para preguntar sobre el destino de sus seres queridos.

Si el forense no puede identificar el cuerpo de un migrante dentro de 30 días, los restos se envían a su departamento, dice Blankenship. Su oficina generalmente espera unos 30 días antes de cremarlos. Sin embargo, cuando una familia llama, a menudo ya es demasiado tarde.

“Cuando vienen a mí y me dicen: ‘Me gustaría reclamar a mi ser querido’, tendría que decirles: ‘Oh, lo siento, esparcimos sus cenizas en el mar’”, dice. “No había cierre para la familia. Y pensé: ‘Está bien, tenemos que cambiar eso’”.

La primera visita de Blankenship al cementerio de Terrace Park le dejó una impresión indeleble.

“Tan pronto como crucé esas puertas y miré el área donde estaban enterrados nuestros difuntos, mi corazón simplemente se rompió”, dice.

Blankenship dice que cambiar la política del cementerio fue una de las primeras cosas en su lista de tareas. “Para poder enterrarlos en el área dotada, un lugar mucho más hermoso, quiero decir que ese era el camino correcto”, dice ella. “Por qué no se había pensado antes, no lo sé”.

Es por eso que en una ardiente mañana de abril, mientras tres voluntarios rasguean guitarras y cantan suavemente el himno católico “Entre tus manos”, Blankenship lee una lista de 17 nombres, la mayoría de ellos simplemente “John Doe”, con un fecha estimada de muerte.

Los voluntarios se turnan para colocar rosas rojas en una tumba abierta. Su voz tiembla mientras lee los nombres en voz alta.

“No se debe enterrar más migrantes, identificados o sin identificar, en la parte posterior”, dice. “Ellos también tienen los honores de ser enterrados en el frente con el resto de nosotros”.

Diecisiete personas son sepultadas durante la ceremonia. No todos eran inmigrantes, algunos no tenían hogar y otros simplemente eran locales que no fueron reclamados después de su muerte.

“Los despedimos de una manera muy respetuosa y digna y al final del día puedo mirar para atrás y decir que lo hicimos bien. Les hicimos bien”, dice Blankenship. “Y eso me da mucho gusto saber que su despedida fue un gran adiós”.

Después de la ceremonia, una multitud entra solemnemente al cementerio hacia el sector de los indigentes, abriéndose camino hacia las tumbas poco profundas para colocar cruces caseras. Un sacerdote católico recita una oración en español mientras la autopista a través de los campos sucios retumba con el sonido de los autos de la Patrulla Fronteriza y camiones de mercancías en camino a México.

Las cruces decían “No Olvidado”.

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