Durante años esperaron una cita de inmigración. Cuando llegó la carta, en lugar de alegría, irrumpió el pánico
Por Ana María Mejía, CNN en Español
El 27 de mayo de 2025, Daniel fue al buzón a buscar el correo, como era costumbre. Minutos después, subió las escaleras corriendo con un sobre en la mano y una felicidad que no podía ocultar. Abrió la puerta del apartamento y gritó: “¡Papá, por fin llegó la cita de inmigración!”. Andrés, su padre, se llevó las manos a la cabeza y, con angustia, le dijo: “¡Ay, por Dios hijo, esa no es una buena noticia en este momento!”. Aquella carta, que por años soñaron recibir, se convirtió, de pronto, en una pesadilla.
Andrés y Laura (cuyos nombres y los de sus hijos han sido cambiados por pedido de los involucrados para proteger su identidad) llegaron desde Colombia a Estados Unidos en 2014 con su hijo, Daniel, quien entonces tenía seis años. La familia decidió migrar por La situación de violencia y orden público que se estaba viviendo en su país. Buscaban estabilidad y seguridad, una vida sin miedo.
Se establecieron en Tamarac, una pequeña ciudad del condado de Broward, en el sur de Florida, donde han vivido desde entonces. Eligieron esa zona porque era tranquila y más económica que otras áreas del estado, algo clave para quienes llegaban sin certezas sobre cuánto tardaría su proceso de asilo o si podrían encontrar trabajo estable. No conocían a nadie; sus padres, hermanos y abuelos se quedaron en Colombia, así que solo se tenían a ellos mismos. Con el paso de los años, Tamarac se convirtió en su hogar: una comunidad diversa, con una población significativa de inmigrantes y servicios de apoyo como organizaciones sin fines de lucro y bufetes de abogados de inmigración.
Poco después de ingresar como turistas al país presentaron su solicitud de asilo político y, unos meses después, recibieron sus permisos de trabajo y la confirmación de que el caso ya estaba en manos del Servicio de Ciudadanía e Inmigración de Estados Unidos (USCIS, por sus siglas en inglés). Estaban convencidos de que era cuestión de poco tiempo para que los citaran ante un juez de inmigración y, debido a las pruebas que tenían, les aprobaran el asilo.
Pero los días se volvieron meses y luego años. “Al principio, íbamos al buzón con ilusión, esperando la carta, pero nunca fue algo que consumiera mente, sentimientos, preocupaciones”, recuerda Laura. “Oíamos de muchos casos de gente que llevaba en el país más tiempo que nosotros y aún no habían sido citados. Mientras pudiéramos renovar nuestros permisos de trabajo, no le vimos problema”, aseguró.
La familia, que ya era de cuatro, con el nacimiento de su otro hijo, durante años revisó el correo todos los días, esperando noticias que no llegaban. No se mudaron. Vivieron más de una década en el mismo apartamento, por temor a que, si cambiaban de dirección, no les llegara la carta de las autoridades de inmigración o esta se perdiera. “Vivimos con esa sensación de estar colgados de un hilo invisible”, dice Andrés. “Pero nunca con temor”.
Pasaron casi 12 años hasta que, en mayo, recibieron la carta de citación para mediados de junio, para presentarse *ante un oficial de Inmigración. En esa cita, el oficial evaluaría su petición, podría informarles que se tomaría una decisión posterior o, en el peor de los casos, si no lo aprueba, referirlo a una corte para un análisis posterior del caso. “Nunca habíamos sentido tanto miedo como ese día”, cuenta Laura.
Una noticia que se suponía debía alegrarlos, los derrumbó por completo. Desde el regreso de Donald Trump a la Casa Blanca, las políticas migratorias se endurecieron. Las deportaciones, las redadas, los rechazos masivos a peticiones migratorias y el clima de incertidumbre llenaron de ansiedad a miles de familias que, como ellos, viven entre el temor y la esperanza.
Actualmente, su mayor temor es que su caso de asilo sea rechazado y que ellos sean deportados a su país de origen, Colombia.
Restringieron las salidas, los encuentros, lo que decían y lo que escribían en sus redes sociales. Laura recuerda esos días como los más duros de su vida. “Fueron veinte días de no dormir, de pensar si nos devolvíamos, si era mejor no presentarnos. Pero después, uno entiende que el miedo es lo que quieren sembrar, que te vayas sin pelear por tu derecho a quedarte”.
Sin embargo, a 4 días de la cita, Inmigración les pidió volver a tomar las huellas biométricas de Daniel y su audiencia fue reprogramada. Sin día, sin hora, nada. Nuevamente a esperar.
“Primero rogábamos por una cita. Luego, cuando llegó, nos asustamos. Después nos preparamos para enfrentarla… y ahora otra vez estamos esperando. Es como un ciclo que no termina nunca”, dice Laura.
Daniel dice que creció viendo a sus padres revisar el buzón cada día. No sabía muy bien por qué esperaban con tanta ansiedad una carta que nunca llegaba. Pero el día que la vio en sus manos, cuando corrió feliz a mostrarla y encontró en su padre un gesto de angustia en lugar de alegría, entendió todo. En los veinte días previos a la audiencia, aprovechó cada momento con sus amigos, convencido de que podía ser la última vez que los viera.
“No quería irme sin despedirme”, dice. Después, al aplicar a la universidad, la realidad lo golpeó de frente: debido a que no es ni ciudadano ni residente, actualmente no califica para becas ni ayudas del Estado y sus padres no tienen dinero para pagarle los estudios. Aunque asegura que varias instituciones lo han invitado a visitar sus campus, ha preferido no ir. “¿Para qué?”, dice. “Si igual no voy a poder estudiar allí”. Laura lo entendió: “Cuando me dijo eso, sentí alivio. Me quitó un peso de encima. Porque me parte el alma pensar en llevarlo, mostrarle lo que podría tener, pero que nunca tendrá”.
Andrés, su padre, lo sufre en silencio: “Uno no está preparado para pagar US$ 40.000, 50.000 al año. En lo personal, eso ha sido lo más duro. No poder darle educación universitaria a mi hijo. Mi padre me dio una educación sin problema, y yo no puedo hacer lo mismo con Daniel. No porque no quiera, sino porque no puedo. Eso me parte el alma”.
En lo que va del año, Laura dejó de usar redes sociales. Cerró sus cuentas, dejó de leer noticias. “Me llené de tantas historias de deportaciones que no podía dormir. Sentía que todo nos iba a pasar”, dice.
Su empresa familiar, que una vez fue su refugio, hoy apenas la distrae, confiesa. Vive con ansiedad, con el temor constante a una llamada, a un golpe en la puerta. “Esta incertidumbre te roba el alma. Uno siente que no pertenece a ningún lado. No somos de aquí, pero ya tampoco somos de allá”.
Cuando la familia empezó a ver el panorama migratorio difícil, comenzó a pensar en un plan B. Sabían que debían estar preparados para cualquier escenario, incluso una posible deportación. Desde hace varios años, Andrés y Laura, manejan desde su casa un pequeño negocio familiar de envíos de paquetes y mercancías a Colombia: sus clientes compran artículos en Estados Unidos y ellos se encargan de empacarlos y enviarlos. Si eran deportados, dicen que su idea era mantenerlo funcionando a la distancia: contratar a alguien de confianza en Estados Unidos para manejar la parte logística y ellos encargarse, desde Colombia, de recibir los pedidos, hacer las entregas y administrar todo el proceso. Pero en los últimos meses, las cosas se complicaron. El negocio se ha frenado por múltiples factores: la incertidumbre migratoria, la llegada de una gran empresa de envío de paquetes a Colombia, y el temor generalizado de muchos a gastar. Ese emprendimiento, que por años fue su sustento y su esperanza, hoy es otra fuente de preocupación. “Si nos toca regresar, no sabemos si el negocio nos va a dar para vivir”, dice Andrés.
Andrés lo resume con una frase que suena a desahogo: “Estos últimos meses han sido más duros que los diez años anteriores. No saber qué va a pasar contigo, con tu casa, con tus hijos… es como vivir sin aire”.
Miles de familias en Estados Unidos viven atrapadas en esa misma espera: expedientes que se acumulan, audiencias que se postergan, sueños que se detienen, miedo a cualquier actividad cotidiana que pueda exponerlos a ser interceptados por agentes migratorios. Y, sobre todo, a ser deportados y quedar alejados de sus seres queridos.
En lo que va de la segunda presidencia de Trump, la situación de los inmigrantes se ha vuelto muy compleja. Entrar a Estados Unidos legalmente es más difícil y también es más complicado quedarse para los inmigrantes legales que están en el país, tal como reportó CNN. Esto debido a una serie de medidas como cambios en las normas de visados, suspensión de programas como el Estatus de Protección Temporal (TPS, por sus siglas en inglés), que ha tenido frenos en la justicia, aumento creciente de redadas en varios puntos del país, que en muchos casos se han vuelto violentas, entre otras medidas.
Detrás de cada número en las estadísticas migratorias hay una historia como la de la familia de Laura y Andrés: padres que trabajan, hijos que crecen entre dos mundos pero que solo conocen uno, hogares construidos sobre la incertidumbre.
La carta que no querían recibir sigue sobre la mesa, junto a las fotografías familiares y los documentos en orden. “No sabemos qué va a pasar”, dice Laura, mirando al vacío. “Solo queremos que pase lo que tenga que pasar… pero que pase ya”.
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