Los ladrones irrumpieron en el Louvre hace un mes. Así fue como la Policía logró acercarse a los sospechosos
Análisis por John Miller
Era el atardecer del sábado 25 de octubre, el cuarto día en que el equipo de vigilancia seguía a un sospechoso argelino, de 34 años, en Seine-Saint-Denis, a las afueras de París.
El trabajo había sido tenso y tedioso. Una zona diversa, Seine-Saint-Denis alberga a personas de más de 130 nacionalidades, muchas de ellas de origen norteafricano. Para el equipo de vigilancia —una unidad de la Prefectura de Policía de París conocida como la Brigada de Búsqueda e Intervención, o BRI— mezclarse entre los residentes de barrios muy cohesionados era un reto.
Ahora, el sospechoso iba por la autopista. El equipo no sabía hacia dónde se dirigía, pero por su ruta parecía que iba al aeropuerto Charles de Gaulle.
También llevaba una bolsa. Dentro podría tener perfectamente las joyas de la Corona de Francia.
Seis días antes, un robo en el Museo del Louvre había sorprendido al mundo. Cuatro ladrones que se movían con precisión y rapidez irrumpieron en el museo más visitado del mundo y se llevaron una colección de joyas con un valor estimado de más de US$ 100 millones.
Pero esto era más que dinero. Era un golpe al corazón de la historia francesa. Entre los objetos robados había un collar de esmeraldas con más de 1.000 diamantes que Napoleón regaló a su segunda esposa y un juego de joyas de diamantes y zafiros que usaron la reina María Amelia y la reina Hortensia.
Siguiendo al sospechoso en la autopista, la BRI fue haciendo relevos, comunicándose por radio para coordinar la cuidadosa coreografía de cambiar de vehículo de seguimiento, de modo que ningún vehículo estuviera detrás del argelino por demasiado tiempo.
El jefe del equipo preguntó a la cadena de mando: si el objetivo entra al aeropuerto, ¿lo detenemos?
Manténganse con él, fue la instrucción de regreso. Déjenlo llegar tan lejos como puedan.
El equipo de vigilancia se dispersó. En poco tiempo, el sospechoso tenía un pasaje, pasó por seguridad y se dirigió a una puerta de embarque. Estaba reservado en el siguiente vuelo a Argel.
A las 8 p.m., sin que nadie pareciera acercarse a él, llegó la orden: deténganlo.
Tras su arresto, un registro de sus bolsas no reveló ninguna de las joyas.
Tendemos a romantizar a las personas que cometen estos delitos. Imaginamos a los culpables como hombres apuestos, elegantes y sofisticados que descienden por una claraboya con cuellos de tortuga negros, sorteando una telaraña de sensores de movimiento láser. Las obras de arte y joyas invaluables que roban terminan en la colección de un supervillano en un castillo remoto en una montaña. Quizá las obras de Rembrandt, Vermeer y Degas robadas del Museo Isabella Stewart Gardner, de Boston, en 1990, cuelguen allí, mientras sus marcos vacíos persisten en las paredes del Gardner, esperando que regresen.
Pero eso es cosa de Hollywood. En este caso, los fiscales de París han descrito a los cuatro sospechosos actualmente detenidos —tres de los cuales se cree que participaron directamente en el robo— como delincuentes locales de poca monta sin conexión con el crimen organizado. Ninguno ha sido identificado públicamente por las autoridades.
La cacería de los sospechosos del Louvre ha dependido de investigadores como los de la BRI, con quienes pasé tiempo después de los atentados terroristas de París de 2015, cuando era subcomisionado de Inteligencia del Departamento de Policía de Nueva York. Me impresionó su dominio para pasar desapercibidos mientras seguían a sospechosos para atraparlos en el acto, utilizando integrantes de etnias diversas que rastreaban a sus objetivos por cualquier medio que mejor se ajustara a la situación: en autos discretos, furgonetas, taxis, scooters o motocicletas, o a pie por la calle o en el metro de París.
La investigación también ha involucrado a la brigada de robos de la Policía de París, la Brigade de Répression du Banditisme, o BRB. Estos detectives investigan a bandas como la pandilla Pink Panther, sospechosa de robar diamantes por todo el continente y venderlos en un mercado negro en Amberes, Bélgica. Y han resuelto muchos casos de alto perfil, incluido el robo a mano armada de 2016 contra Kim Kardashian en París, en el que los ladrones escaparon con casi US$ 10 millones en efectivo y joyas. El trabajo de la BRB en ese caso llevó a la condena de ocho personas.
Con una amplia red de informantes en el mundo del hampa parisino, los detectives de la BRB podían recurrir a sus contactos para obtener teorías inmediatas (y quizá uno o dos nombres) en el caso del Louvre. Pero todos podían terminar en callejones sin salida.
En cambio, la BRB se centró en la investigación forense. Una huella dactilar, un cabello, un rastro de ADN: cualquiera de estos podía llevar potencialmente a un nombre real a través de la base nacional de datos de ADN de Francia, que contiene muestras tomadas de delincuentes condenados y sospechosos.
El robo estaba diseñado para ser rápido: entrar y salir.
Hace un mes, el domingo 19 de octubre, cuatro ladrones condujeron un camión montacargas, robado días antes, hasta debajo de las ventanas de la Galería Apolo del Louvre, donde estaban expuestas las joyas. Para que su presencia pareciera legítima, colocaron conos naranjas alrededor del camión y llevaban chalecos de alta visibilidad.
Dos se quedaron en el suelo, mientras que los otros dos subieron en una canastilla elevada por la torre extensible del camión. Con amoladoras angulares, forzaron una ventana y entraron a la galería. Allí, rompieron dos vitrinas de alta seguridad y se llevaron nueve piezas, blandiendo las amoladoras cada vez que los guardias se acercaban. En cuatro minutos, la pareja ya estaba de vuelta por la ventana, descendiendo en la plataforma.
Luego, ocurrió el percance: la corona imperial de la emperatriz Eugenia se resbaló y cayó casi dos pisos con sus 1.354 diamantes y 56 esmeraldas verde intenso. Cayó entre dos vallas, en un foso seco, según una fuente que dijo a CNN que un video grabado por un testigo, donde se ve a dos hombres inclinados mirando hacia abajo desde la plataforma, capturó el momento en que la corona cayó.
Tendrían que irse sin la corona de las joyas de la Corona.
Testigos dijeron que los ladrones intentaron incendiar el camión montacargas con un soplete manual y gasolina, pero un agente de seguridad del museo los interrumpió.
Pronto se quedaron sin tiempo. Subieron a scooters Yamaha TMAX y huyeron.
Todo el asalto tomó solo siete minutos, dijo el ministro del Interior francés, Laurent Nuñez.
El primer día de la investigación, el equipo forense de la Policía de París trabajó de forma lenta y meticulosa: fotografiaron la escena, tomaron muestras de ADN, buscaron huellas dactilares y aseguraron las pistas que habían quedado: una amoladora, un casco blanco, un soplete, los conos naranjas.
Mientras tanto, la BRB trabajaba con el centro de mando de la Policía, que controla miles de cámaras y lectores de matrículas en todo París. Los investigadores encontraron imágenes de los sospechosos en scooters escapando por la ribera del Sena a velocidades de unos 160 km/h, antes de abandonar los scooters y cambiar a autos en dirección al este.
Uno de esos scooters fue recuperado y procesado para obtener ADN y huellas. La Policía iba a aprovechar cualquier oportunidad para recolectar evidencia forense.
Sus esfuerzos dieron resultado. El ADN recuperado del scooter de huida coincidía con el del argelino, de 34 años, y ya estaba en la base de datos criminal, lo que llevó a su arresto en el aeropuerto la noche del 25 de octubre.
Y, según los fiscales, el ADN de la amoladora y de la ventana del Louvre coincidía con el de otro individuo: un taxista, de 39 años, sin licencia, conocido previamente por la Policía por hurto agravado y que estaba bajo supervisión judicial por embestir un cajero automático con un auto para obtener el dinero.
Aun así, los antecedentes de ambos hombres parecían quedar cortos frente al audaz robo del Louvre, que en un principio parecía obra de profesionales experimentados.
Pero los investigadores estaban seguros de que tenían a los sospechosos correctos. La evidencia de ADN les daba un grado sólido de certeza.
Poco después de detener al argelino en el aeropuerto, las autoridades se enfrentaron a otra decisión. Una vez que el taxista —ya bajo vigilancia de la BRI— supiera que su presunto cómplice estaba detenido, también podría intentar huir.
La orden que recibió el equipo fue arrestarlo de inmediato.
Cuatro días después, el 29 de octubre, los fiscales franceses afirmaron que los dos hombres habían hecho admisiones “parciales” relacionadas con el robo. Fuentes dijeron a CNN que esas admisiones surgieron cuando los sospechosos intentaban explicar por qué su ADN habría sido encontrado en la escena, en las herramientas o en un vehículo de huida.
A partir de esas declaraciones —junto con información obtenida de los teléfonos celulares de ambos sospechosos y otras observaciones hechas durante la operación de vigilancia—, los investigadores identificaron a otras personas relevantes para la investigación.
Poco después, los detectives de la BRB comenzaron a extender su red. Arrestaron a varias personas más en París y en Seine-Saint-Denis, aunque todas, excepto dos, fueron liberadas sin cargos en cuestión de días.
Uno de esos dos detenidos, un hombre, de 37 años, se cree que es el tercer integrante del equipo del robo al Louvre. La cuarta persona es una mujer, de 38 años, quien, según se indica, mantiene una relación con uno de los sospechosos. No está claro si los investigadores creen que participó en la planificación o que supuestamente ayudó a los sospechosos después del hecho. Ambos han negado cualquier implicación, según los fiscales.
Los cuatro sospechosos han sido puestos bajo investigación formal por robo organizado y asociación delictuosa.
En conjunto, los arrestos significan que la Policía podría tener bajo custodia a tres de los cuatro presuntos ladrones. Aun así, las joyas no han aparecido.
Ha habido casos con mejores desenlaces tras grandes robos. Está, por ejemplo, el caso de 1964 que se convirtió en prototipo de gran parte de la ficción sobre robos de arte que vino después.
Ese año, Jack “Murph the Surf” Murphy —violinista autoproclamado, surfista radicado en Miami y ladrón de joyas profesional— llegó a Nueva York con un plan audaz para robar la Estrella de la India, el zafiro estrella más grande del mundo, y media docena de otros diamantes y rubíes guardados en vitrinas del Museo Americano de Historia Natural.
Con un vigilante apostado afuera, Murphy y un cómplice descendieron con una cuerda desde arriba, recogieron las gemas y desaparecieron en la noche, sin ser detectados por alarmas ni personal de seguridad. En ese sentido, fue “como en las películas”.
Pero en dos días, la Policía de Nueva York arrestó al primer sospechoso y, poco después, a los otros dos, incluido Murphy. Meses más tarde, Murphy llegó a un acuerdo con la Fiscalía: si devolvían las joyas, la condena sería corta. Y así fue: Murphy y su equipo pasaron solo tres años en la prisión de Rikers Island, en Nueva York, después de que las gemas fueran recuperadas de un casillero en una terminal de autobuses en Miami. Hoy, la Estrella de la India vuelve a exhibirse en el museo.
¿Podría ocurrir algo similar en el caso del Louvre? ¿Serán devueltas las joyas, o las tiaras y collares serán rescatados por un tercero? ¿O ya se fundió el oro y los diamantes, rubíes y zafiros fueron arrancados de sus monturas y vendidos por separado?
Que eso haya ocurrido antes de los rápidos arrestos, resultaría poco probable. Habría implicado tener un joyero lo suficientemente hábil para hacer el trabajo y lo bastante inescrupuloso como para querer hacerlo. También podría haber requerido un comprador ya asegurado. Incluso así, con el robo en los titulares y la Policía tras la pista, las joyas —en cualquier forma— probablemente habrían sido demasiado peligrosas de manejar, incluso en el mercado negro.
Eso puede significar que aún hay esperanza para las joyas de la Corona de Francia. La historia demuestra que, con el acuerdo adecuado, pueden volver a aparecer.
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