OPINIÓN | Es un poco megalómano referirse a los dos años de AMLO en el poder como «la cuarta transformación»
Nota del editor: Jorge G. Castañeda es colaborador de CNN. Fue secretario de Relaciones Exteriores de México de 2000 a 2003. Actualmente es profesor de la Universidad de Nueva York y su libro más reciente es “America Through Foreign Eyes”, publicado por Oxford University Press. Las opiniones expresadas en esta columna son exclusivamente del autor. Ver más opiniones en cnne.com/opinion
(CNN Español) — En México, como en muchos países, los dos primeros años de un mandato presidencial suelen ser los más productivos. Si el periodo presidencial es de cuatro años con posibilidad de reelección, después de los dos primeros comienza la campaña. Sin reelección, la debilidad del mandatario saliente empieza a sentirse. Y siempre hay comicios legislativos de mitad de periodo que se transforman en un referendo sobre el presidente de turno.
Andrés Manuel López Obrador cumple dos años en la Presidencia de México y no hay razón para pensar que sucederá algo diferente. Podrá avanzar un poco después de las elecciones legislativas del año entrante, si su partido conserva la mayoría en la Cámara de Diputados (no hay elecciones para el Senado), pero en lo esencial, su momento de mayor impacto y cambio en la sociedad mexicana ya habrá transcurrido. En mi opinión, los resultados son magros, por no decir mediocres.
Si dejamos a un lado los simbolismos, importantes, sin duda, pero que ya se agotaron al término de dos años en el poder, dichos resultados se pueden medir de varias maneras. Ateniéndonos a las encuestas, la aprobación y la popularidad del presidente se han mantenido, con una lógica baja semejante a la de dos de sus predecesores. No está nada mal, aunque conviene subrayar un desfase. La gente aplaude mucho más a López Obrador que a sus políticas, su gestión y su gobierno. Si nos remitimos a este criterio, entonces, el primer bienio es positivo.
Un segundo enfoque consiste en el examen de los números concretos del desempeño de López Obrador, en comparación con otros países o con sus predecesores en la presidencia de México. En materia de crecimiento económico, quizás la promesa más importante formulada por AMLO durante su campaña, los logros son nulos. En 2019 la economía mexicana decreció 0,1%; en 2020, la caída será de entre 9 y 10%, según estimaciones del sector privado. Es la crisis más profunda en un siglo, según reconoció el propio López Obrador, y solo en parte debido a la pandemia. Comparado con otros países igualmente afectados por el covid-19, la economía de Estados Unidos se habrá contraído en 3%, y el Banco Mundial ha estimado que el promedio de descenso en toda América Latina será de 7,9%. En otras palabras, México gobernado por AMLO arroja cifras menores que las de antes, o las de otros en la actualidad. Es cierto que la inflación es baja y que las finanzas públicas son sanas, pero eso lo han logrado todos los gobiernos de México desde 1996. No es ninguna hazaña.
La violencia dibuja un panorama semejante. Disminuirla constituyó uno de los compromisos fundamentales de la campaña de López Obrador, y con razón. Desde 2008 la violencia ha azotado al país, con más de 23 homicidios dolosos por cada 100.000 habitantes en 2011, casi el triple de 2007, el año menos violento desde que existen estadísticas comparables. Durante estos dos primeros años de AMLO, el número de homicidios ha aumentado ligeramente; se trata del único indicador confiable, ya que los demás, como extorsión, secuestros, asaltos, violaciones, dependen de denuncias formuladas por la gente, en un país donde la gente no denuncia. En síntesis: la violencia medible y comparable no ha disminuido; más bien ha sufrido un leve incremento.
La corrupción, en cambio, es algo difícil de medir y de comparar. López Obrador ha hecho de combatir la corrupción el eje principal de su administración, pero no existen muchas maneras de comprobar si en efecto ha sido así. Si analizamos el número de contratos del gobierno otorgados por licitación o por asignación directa, un criterio importante a la hora de las sospechas, el porcentaje es parecido. Desde el punto de vista de las investigaciones sobre corrupción en el pasado, es evidente que el gobierno de López Obrador ha levantado más casos que otros, pero la mayoría no ha prosperado hasta ahora. El escándalo de los sobornos de Odebrecht ha llevado a varias detenciones y a acusaciones sin juicio ni sentencia, hasta ahora. El de la llamada “Estafa Maestra”, un supuesto esquema de canalización de fondos de universidades públicas a campañas políticas, también ha hecho mucho ruido, pero con una sola detención importante, y como siempre en México, a más de un año de haberse realizado, sin juicio. La idea de realizar una consulta sobre si se debe investigar a los expresidentes ha naufragado; ni ha tenido lugar, ni la pregunta es específica y contundente; ni queda claro que la inevitable respuesta afirmativa de la sociedad sea vinculante ni eficaz. Por otro lado, los escándalos de corrupción en el propio gobierno de López Obrador ya comienzan a aflorar, y en este ámbito, dos años son pocos. AMLO ha negado que haya corrupción en su administración.
En el fondo, sin embargo, el rasero decisivo para evaluar el éxito o el fracaso de López Obrador al cabo de dos años yace en el nombre que él mismo le ha dado a su gobierno: la cuarta transformación. Las tres primeras fueron la Independencia, la Reforma de mediados del siglo XIX y la Revolución de principios del siglo XX. Para el presidente de México, el verdadero objetivo de su gestión reside en un cambio de régimen: una transformación económica, política, social e incluso moral del país. Nunca ha pretendido insertarse en la continuidad de los regímenes anteriores: ni los del PRI antes de la alternancia, ni los del PAN después de ella.
Tampoco ha explicado muy bien qué entiende exactamente por estas palabras grandilocuentes. Pero salvo por la pandemia de covid-19, México es más o menos el mismo que antes. El único cambio que podría presumirse se refiere a la política social: entregar mucho más dinero, de manera más directa, a más gente necesitada. A través de una multitud de programas sociales más o menos nuevos, estipendios para adultos mayores, indígenas y discapacitados; fondos de aprendiz para jóvenes sin empleo ni matriculados en alguna escuela o universidad; becas para estudiantes de preparatoria; siembra de millones de árboles en el sudeste con subsidio para cada cultivador; créditos de US$ 1.000 para microempresas; acceso a cuidado médico para todos. Con esto, AMLO pretende transformar a la sociedad mexicana y ha desmantelado programas anteriores que eran exitosos para sustituirlos por estos proyectos.
Más allá de la discusión técnica sobre la idoneidad de este enfoque, el problema es que nadie sabe a ciencia cierta cuánto dinero le está llegando a los supuestos destinatarios. De hecho, apenas presentaron resultados del llamado censo realizado en mayo de este año. No se conoce si el monto total de recursos es superior al que antes se erogaba. De ser superior, lo sería por un estrecho margen, ya que no existen los recursos para ampliaciones mayores. En todo caso, se trata de una diferencia de enfoque, no tanto de sustancia. Sobre todo, parece un poco megalómano llamar a esto la cuarta transformación.
Finalmente, como a muchos otros mandatarios del mundo, a López Obrador se le juzgará por su manejo de la pandemia de coronavirus. Por ahora, el saldo es altamente negativo, si tomamos en cuenta las comparaciones internacionales. En muertes, contagios y pruebas por habitantes, México se destaca en los rankings más negativos. En un estudio comparativo que diseñó Bloomberg, de los mejores y peores países dónde enfrentar el covid-19, México figura en el lugar 53 de… 53. Nadie podía haber evitado el coronavirus; unos lo han gestionado mejor que otros. México ha sido de los peores. El responsable se llama Andrés Manuel López Obrador.